¿Museos cerrados, pero elecciones millonarias?

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La cultura paga el precio de una democracia sin memoria

En un país donde el patrimonio cultural debería ser un pilar de identidad, la reciente noticia del cierre de varios museos nacionales por falta de seguridad ha encendido las alarmas sobre las verdaderas prioridades del Estado mexicano. Museos como el Nacional de Antropología, el Templo Mayor o el Castillo de Chapultepec no pudieron abrir sus puertas en junio de 2025 debido a la falta de personal de vigilancia, provocada por el cambio abrupto de proveedor de seguridad tras una licitación mal ejecutada (Aristegui Noticias, 2025).

Este hecho no solo pone en riesgo el resguardo del acervo histórico nacional, sino también el derecho de acceso a la cultura, un principio reconocido como fundamental en diversas convenciones internacionales (UNESCO, 2001).

El Instituto Nacional de Antropología e Historia (INAH), responsable de más de 160 museos en todo el país, ha sufrido desde 2019 recortes presupuestales derivados de la política de “austeridad republicana” implementada por la llamada Cuarta Transformación (Viceversa Noticias, 2025). En 2025, esta reducción alcanzó hasta el 30% de su presupuesto operativo, afectando limpieza, mantenimiento, salarios y ahora también la seguridad física de las instalaciones.

🔗 Lee el reportaje en Aristegui Noticias

Estos recortes se enmarcan en una lógica neoliberal de gestión cultural donde el arte y el patrimonio dejan de ser vistos como derechos y se perciben como bienes prescindibles en contextos de crisis (Yúdice, 2002). Como señala García Canclini (1999), la cultura es uno de los ámbitos más vulnerables cuando se aplican políticas de eficiencia económica sin visión social.

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En paralelo, el presupuesto destinado a procesos electorales, campañas y propaganda política supera los 25 mil millones de pesos este año, de acuerdo con estimaciones de medios económicos. Esta incongruencia revela una tensión política de fondo: la preservación simbólica de la democracia se privilegia sobre su sustancia social (Innerarity, 2002).

Lo que terminó de revelar la contradicción fue un hecho simbólicamente devastador: el Museo Nacional de Antropología fue galardonado con el Premio Princesa de Asturias de la Concordia 2025, uno de los reconocimientos internacionales más importantes en materia cultural. Sin embargo, ese mismo día el museo permaneció cerrado al público por falta de personal de seguridad (El País, 2025).

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Más allá del escándalo puntual, este hecho abre una reflexión incómoda:

¿Qué tipo de democracia estamos construyendo si la ciudadanía no tiene acceso a la memoria, el arte y la historia que forman su identidad?

Esta situación refleja lo que algunos autores denominan “patrimonialismo de fachada”, donde el Estado se esfuerza por proyectar una imagen cultural hacia el exterior, mientras descuidas sus propios espacios simbólicos y comunitarios (Svampa, 2019).

La cultura no puede ser tratada como un lujo o una mercancía. Es una herramienta para construir ciudadanía, memoria colectiva y cohesión social. Como afirma Martha Nussbaum (2010), la cultura es parte de las capacidades humanas necesarias para llevar una vida digna, y su exclusión equivale a una forma estructural de injusticia.

Más aún, los museos no son simples depósitos de objetos: son espacios donde se resignifica la historia, se actualizan los símbolos y se producen nuevas formas de pertenencia (Bennett, 1995). Al cerrar sus puertas por falta de seguridad, se bloquea también el acceso democrático a esos procesos de significado colectivo.

Esta no es solo una crisis cultural. Es una advertencia política.

Cuando un gobierno es incapaz de garantizar la operación básica de los museos más importantes del país, pero puede gastar con soltura en procesos de legitimación electoral, la democracia comienza a construirse no con participación, sino con olvido.

Y entonces queda la pregunta abierta, suspendida entre vitrinas cerradas y salas en penumbra:

¿De qué sirve elegir si ya no podemos recordar?

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